e -
HU AAA
—¡Dios, qué vergúenzal ¡Qué vergúenza tan
¿rande! de. Yo me tengo que marchar de esta casa.
Yo no puedo seguir aquí más tiempo.
—Déjate de tonterías y ven a tomar un buñue-
lito de chantilly, que están muy ricos —decía doña
Gertrudis.— Y como la criada no se moviese lué
en su busca, la cogió de una muñeca, la sentó en
el sofá, se acomodó a su lado y empezó a con-
solarla: —Vamos, mujer, no llores... no te pon-
gas así.
—Ay, señora, qué vergúenza tan ¿grande que
tengo... ¡Qué remordimiento estoy basando!
—Muy bien, muy bien; eso está muy bien, pero
no llores.
También ella lloraba. También doña Gertrudis
había roto a llorar. Luisa al verla lloró más fuerte
entonces. Y llorando, llorando, una en brazos de
otra, se quedaron dormidas.
Cuatro meses después murió doña Gertrudis.
Cuando abrieron el testamento vieron que dejaba
a la Luisa “como premio a su fidelidad” casi todos
los muebles, casi todas las ropas y una renta vita-
licia de seis pesetas diarias.
ES
dl