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—¿Me va usted a hacer un retrato? —preguntó
ella sonriendo.
—Si—contestó él muy serio—. Le voy a hacer a
usted la cabeza.—Y como ella al oirlo se pusiera
grave, en actitud de pose, él añadió: —No, no, us-
ted no se preocupe; hable, ría, haga lo due quiera,
mire adonde le dé la gana, muévase si se aburre.
Con tal de que no vuelva la cabeza, ni me esconda
la cara, todo va bien... Así, así... eso es.
Había entornado los ojos y la miraba fijamente,
inmóvil y sin pestañear. Era la mirada tan intensa,
tan honda, que Pepita empezó, sin saber por qué, a
sentirse molesta. Pero antes de que tuviese tiempo
de decirle nada, él se levantó.
—Gracias. Ya está. Venga pasado mañana y le
daré su retrato.
Y, en electo, a los dos días, cuando la muchacha
volvió, Kiosoto le ofreció gentilmente una cabeza
de marfil del tamaño de un albaricoque.
—|Jesús! —exclamó Pepita estupelacta—. ¡Pero si
soy yol Igual, igual, igual... ¡qué maravilla! ¡Pero
cómo ha podido usted hacer esto de memoria!
—NOo ha sido de memoria, señorita. Acuérdese.
—¡Qué asombro! ¿Y dice usted que es para mi?
—Naturalmente. ¿Para quién, si no?
—¡Dios mío!, ¿y qué voy a hacer yo ahora con
usted?
— Ahora, nada, Cuando buenamente tenga un
rato libre, pasarse por aquí para que yo la vea.
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