—¿Y hacerme más retratos?
—Si usted quiere, sí.
—Y ¿si no?
—Si no, mirarla nada más.
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—Muy bien; pues volveré.
Y volvió. A partir de aquel día todas las maña-
A nas al salir de casa, antes de ir a la calle, Pepita
entraba en el taller del escultor; abría los armarios, IE
curioseaba los rincones, manoseaba las figuras, ju- ll
gaba con los gatos, acariciaba al mono, hacía rabiar |
a las cotorras y se iba.
Kiosoto no la detenía nunca. Ni siguiera le
hablaba. No hacía más que mirarla, seguir todos
sus movimientos, arrobado y absorto, fijas en ella
las pupilas extáticas, sin una contracción en la cara
impasible, A las dos semanas, extrañada la pobre
criatura de que aquel hombre no le hubiese dicho
ni una galantería, se encaró con él:
—Péero vamos a ver: ¿usted para qué quiere que
U
yo venga?
—Para mirarla.
—¿Está usted enamorado de mí?
—No.
—Ióntonces, ¿qué placer saca usted de mi-
rarme?
—Un placer delicioso, exclusivamente estético y
espiritual,
—No le comprendo a usted.
—Fs un poco difícil.
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