sino una cosa escondida que llevamos dentro todas
las chicas del mundo y se nos revela de pronto en
cuanto oímos una voz de hombre que nos llama
bonitas y nos dice que nos va a querer mucho. Ese
desasosiego que tú sientes, esas tristezas sin motivo
y esas alegrías sin causa, esas ganas tontas de llorar
y reír a un mismo tiempo y sin saber por qué, esos
ardores de la sangre y esas palpitaciones del cora-
zón las hemos sentido todas, y no son más que de-
seos de querer, necesidad que tiene una de que la
quieran con todita el alma. Tú te creías que te gus-
taba ese muchacho, porque llegó el primero. Hubie-
ra llegado otro, y habría sido igual. ¡Qué más da
éste que aquéll Queremos al que nos trae el amor
y lloramos al que nos le quita. Á ti no te importa
que ese hombre se haya ido; lo que te duele es que
se haya llevado tu primera ilusión.
—No digas —murmuraba Teresa—, ese chico se-
ría lo que fuese, pero era muy simpático.
—Ahí está el peligro—opinaba Consuelo—, en
que era demasiado simpático. — Y cambiando de
tono, grave y seria: —En medio de todo, debes ale-
grarte y dar gracias a Dios por haberte desengañado
tan a tiempo. Si no llega a pasar lo que ha pasado,
con lo inocente que tú eres y lo sinvergúenza que
es él, quién sabe si a estas horas ese granuja no te
hubiera perdido.
—M ujer—protestaba Teresa, avergonzada y ofen-
dida—. No tanto,
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