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dado ya dos vueltas y ahora están detenidas ante
el recio armatoste de la rueda monumental.
—¿Qué, subimos?
—Chica, yo no me atrevo.
—Anda, que sí.
Porfían, discuten. Amparo se deja convencer, y
las dos se sientan, vis a vis, un poco intranquilas
con la alarmante severidad de los letreros: Prohibi- -
do terminantemente ir de pie en la barquilla.
Prohibido desatarse las correas. No se responde
de los objetos que se pierden. Amparito está muy
nerviosa. De tranquiliza, sin embargo, al observar
una lenta, suavísima, casi imperceptible oscilación
ascensional. ¿Se mueve ya la rueda? No; no se
mueve aún; es que las elevan a ellas para que otros
llenen el cangilón de abajo y suban a su vez. Por
los balcones abiertos se ve el interior de las habita-
ciones; el primero, el segundo, el tercero, la boar
dilla, el tejado. Detrás del tejado el sol se hunde
en un crepúsculo de sangre; flotan deshilachadas
unas nubes de púrpura; asoman los árboles de la
calle de Bravo Murillo, y por encima de los jardi-
- nes del depósito grande del Lozoya se perfilan en
! y
el oro del cielo los titanics de los Cuatro Caminos.
—Ay, qué bien.
—Sí, sí; ahora me lo dirás.
¡Qué más quisieran que poder decirlo! No pue-
den decir nada. Se les han encajado los dientes y
nublado la vista, les falta el aliento y el corazón se
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