—Mujer, yo ereo que sí. Ya ves que, afortuna-
damente, nos han dicho en la tienda que hay labor
para rato.
Con estos felicísimos augurios salen las dos a la
calle esperanzadas y contentas. Entregan la labor,
recogen otra, y cuando ya emprendido el regreso
llegan cerca de la glorieta de Bilbao, se dan de ma-
nos a boca con el señor de los zapatos, como le
llaman ellas. El encuentro es tan súbito que no hay
manera de evadirlo. Las dos se duedan aturdidas y
desconcertadas. El las saluda sonriente:
ef lola, preciosas. ól labéis comprado ya los za-
patitos?
Las dos bajan la cabeza confusas.
Verá usted -balbuce Teresita toda ruboro-
sa—, nosotras...
Pero el hombre no las deja acabar.
—No me digáis nada. Todo lo que podáis decir-
me me lo sé de corrido. Soy yO guien debo daros
una explicación. El otro día hicisteis mal en no ve-
nir. Yo no pretendía de vosotras nada que no fue-
ra posible y en armonía con vuestra condición de
muchachas decentes. Di hubiéramos hablado os ha-
bríais en seguida convencido de ello. No os censu-
ro porque no vinierais. Lo que me duele es que
no hayáis tenido confianza en mi.
—No, no—interrumpe Teresa —, NO €3 €80. Ya
le explicaremos a usted.
—No me expliguéis nada. Soy yo, por el con-
— 34 —