o
go un miedo, chicas! Os aseguro que cada vez ten-
go más miedo. Os voy a dar un consejo leal: no
Os perdáis nunca, inunca!
Abre el bolso, saca un pañolito, se limpia las
lágrimas y se aleja reprimiendo un sollozo.
Amparo y Teresita se han quedado muy páli-
das. Les tiemblan las rodillas y les castañetean los
dientes.
—Yo no voy—dice Amparo—, yo no voy.
—No, no... Ni yo tampoco.
La sorpresa de Kiosoto. 0
Fué Kiosoto el primero que se enteró. Aún no
lo sabía nadie. Ni la madre; ni siguiera Isabel. Lle-
vaba la nena unos días preocupada, melancólica y
triste. Iba poco al estudio. La última vez que estu-
vo duejóse de que tenía río. Kiosoto suspendió la
sesión, la obligó a vestirse, y le dijo que no conti-
nuarían hasta que no estuviera el taller en condi-
ciones confortables. En electo, a la otra semana
mandó esterar el suelo, puso burlete en las venta-
nas, una gruesa cortina ante la puerta, compró un
tapiz de nudos y una salamandra, y ya todo dis-
puesto, la envió un recado con la asistenta para que
viniese. Entre unas y otras cosas pasó cerca de un
y - "O .
mes. Cuando vino, Kiosoto la encontró desmejo-
Pa E