del arrebato inevitable, habría sido la primera en
arreglar satisfactoriamente las cosas por el propio
buen nombre de su hijo; pero ni Manolo se atre-
vió a contárselo, ni yo muchísimo menos. Inexpe-
riencias de la poca edad y del falso concepto que a
esos años se tiene de la vida. Ya te he dicho que
a Manolo le daba miedo su madre. Yo estaba como
atontada, sin saber qué hacer, ni qué camino tomar.
Por inocente que fuese, me daba perfecta cuenta
del gravísimo alcance de mi culpa, mas por encima
de todo era mayor la verguenza de que la gente se
enterara. Precisamente, tenía entonces muy viva en
la memoria una conversación que días antes sostu-
vimos en el taller en un momento en que todas
las chicas nos quedamos solas, y digo todas, porque
además de Julia y Ascensión, estaban las dos pri-
mas y una amiguita que con ella trajeron. Se habló
de una muchacha a quien acababa de engañar su
novio dejándola en mal estado, y sobre este tema
se suscitaron diversas opiniones. Las primas, soste-
nían que la engañada era una infeliz y el novio un
sinvergúenza y un granuja, y entonces Julia aseguró
rotundamente: —l Jejaos de tonterías; cuando a una
chica la engañan es porque ella se ha dejado enga-
ñar. Unas somos honradas, otras no lo son, pero
inocente ninguna. Todas sabemos de sobra lo que
podemos perder y cómo hay que defenderlo. Yo
voy a todas partes con mi novio completamente
tranquila de que nunca nte pasará nada y sl me
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