—¿Qué?
—¡Qué has hecho, criatura!
Pepita se crispó con una sacudida; se le cayeron
las flores de los dedos, bajó los brazos y declinó la
frente. Y como él siguiera mirándola cada vez más
duro, descendió del pedestal, sentóse en él, se tapó
la carita con las manos y rompió a llorar, El la or-
denó, áspero Y seco: y
—|V ístete!
La nena obedeció maquinalmente, temblorosa y
sin alzar los ojos. Kiosoto, con los brazos cruzados
sobre el pecho y la cabeza baja, la miraba vestirse,
Cuando la vió con el abrigo puesto, volvió a in-
sistir:
—¡Qué has hecho, criatura! ¡Tú sabes lo que
has hecho! ¿Tú te das cuenta de la barbaridad que
has cometido? ¡Profanar esa línea, deformar ese
cuerpo divino, la escultura humana más maravillosa
que en toda mi vida había visto en el mundo! Y
todo por el sucio y grosero capricho de un deleite
carnal, por una hora repugnante de abyección y de
yicio, ¿No te da verguenza? ¿A ti no se te alcanza
que eso no debe hacerse, y tú menos que nadie?
¡Imbécil, más que imbécil!... ¡estúpida!
La chiquilla le miraba aterrada. El extendió el
brazo y le mostró la Puerta:
—¡V ete!... Vete, porque me están dando tenta-
ciones de cruzarte la cara... ipor idiota! ¡Vete y no
vuelvas más!
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