por la mañana llegó el médico y le puso el termó-
metro, la temperatura era casi normal.
— Vamos, senora, que sea enhorabuena. Este
hombre se ha salvado.
Hizo una pausa y prosiguió:
sino] 70) cual no quiere decir que no haya que ex-
tremar las precauciones con más cuidado que nun-
Ca. Cualquier imprudencia podría ser fatal, porque
las recaídas en esta enfermedad son peligrosas.
—No pase usted, doctor, preocupación por eso.
Ya sabe que aquí se hace siempre lo que usted
manda.
—Ya lo sé. Es usted, señora, una enfermera ad-
mirable. Gracias a usted, únicamente a usted, se
ha salvado este hombre. Bien puede agradecérselo.
—¿A gradecerlo?... ¿Por qué? Puesto en mi lu-
gar hubiera hecho lo propio.
La mejoría prosiguió. En pocos días desapare-
cieron todos los síntomas, incluso los trastornos
cerebrales, y sólo quedó como recuerdo de la es.
pantosa dolencia una tremenda debilidad en toda
su persona, un decaimiento muy grande, falta de
seguridad en las ideas y cierta propensión a decir
tonterías. Lo peor de todo era la debilidad. El
primer día que intentó levantarse le fallaron las pier-
nas y le dió tal mareo que hubo en seguida que
acostarle otra vez. Estaba demacrado, delgadísimo,
hecho un esqueleto. La americana se le cruzaba en
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A durmiendo estuvo hasta el amanecer. Cuando
Aa — o