Con Amparito apenas se veía. La mayor parte
de las noches, cuando venía a dormir, la chica estaba
acostada y por las mañanas se levantaba tarde, con el
tiempo preciso para prepararse a salir y dejar dispues-
tas las atenciones del día. Cada vez tenía peor cara.
—Te vas a matar—le decía Amparo—. Eso no
es para ti. Busca otra cosa.
—¡Qué más quisiera yo!
—Aunque te diesen menos. Ya nos apanaríamos.
—Si no lo hay, chiquita. No lo encuentro. Está
todo muy malo.
Amparo protestaba dolorida:
—No hay derecho para abusar así de una mujer.
Van a acabar contigo. Total por seis pesctas.
—Y que duren, chiquita. Hijas del sol.
—0i yo al menos te pudiese ayudar...
—¿ 1 ú? ¡Pobre hija mía! Bastante tienes con lo
tuyo. ¡Aún te parece que me ayudas poco! ¡Sí que
es también tu vida apetitosa! ¡Y a tus años!
No hay nada que reconcilie como las desgracias
mutuas. Las dos mujeres habían olvidado por com-
bleto disensiones y rencillas, y absolutamente com-
penetradas se llevaban muy bien.
Porque Amparito era ya una mujer. Tenía diez
y seis años y aparentaba veinte, más todavía que por
el desarrollo y la estatura, por su formalidad, por
ese gesto indefinible prematuramente grave y serio
que pone en el semblante de las muchachas dema-
siado sensibles los disgustos y las contrariedades
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Y