IX
Las primeras claridades del alba encontra-
ron a Claudia en la misma postura : abismada en
un sillón y con los ojos muy abiertos. De cuando
en cuando, como ritornello de esos que se clavan
en el cerebro y no hay poder de olvidarlos, mur-
muraban sus labios, secos y mustios, la misma
frase: ¡Susi ama a Álvaro! En torno a esta
idea giraron todos sus pensamientos en aquella
noche tremenda, en que paso a paso, parándose
en los más nimios detalles que su memoria evo-
caba, revivió la historia de sus culpables amores,
desde el día en que, aun vistiendo luto por la
muerte de su padre, presentóse Álvaro en la casa
en demanda de Benisa, quien — deferente al
ruego del amigo difunto — apresuróse a fran-
quearle su hogar y a prometerle protección, que
pronto hizo efectiva. La orfandad del muchacho;
su falta de preparación para la lucha de la
vida; el cruel contraste entre la opulencia de
ayer y la penuria en que actualmente se encon-
traba; la perspectiva del esfuerzo que habría de
Costarle el adaptarse a un género de existencia