E. GUTIÉRREZ GAMERO
cia merecen a tantos necios que no saben apre-
ciar, ni mucho menos agradecer, toda la suma
de vibraciones verdaderas, no fingidas, que pone-
mos en nuestro arte. Y esto ¿no tiene también
su encanto?
— Sí; lo tiene... pero usted, Magda, volve-
ñ rá a abstraerse en su trabajo, a estar rodeada
de sus contertulios, que la vigilan mirándose,
desconfiados, los unos a los otros y poniendo
cara de vinagre a todos los que penetran en el
santuario, del que ellos solos quieren ser sacer-
dotes.
— ¡Pobrecillos ! —exclamó Magda, con fran-
ca alegría y clara risa —. Bien sabido se tienen
que allí no hay más que buena amistad para los
que me honran con su visita.
— Y no se podrá charlar con usted — con-
tinuó Marcelo —, como ahora charlamos, de
cuanto se nos ocurre, de cuanto nos sugiere lo
que vemos y aquello que nos rodea, francamen-
te, con sinceridad; será necesario, componer la
figura, medir las palabras, vigilar las expresio-
nes... fingir, en fin.
— Esa es la vida social, amigo mío, y a ella
hay que someterse a la fuerza.
— Pero ¿podré volverme a habituar a no ver
en usted, Magda, la deliciosa compañera que ha
embellecido mi vida en esta cortísima temporada
con su encanto, con su alegría, con su optimis-