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E. GUTIÉRREZ GAMERO
sos, y otra vez volvieron el féretro a la carroza
que, por un lado, y por otro el acompañamiento,
dirigiéronse a la que iba a ser última morada de
los restos del pobre don Juan de Dios, un osten-
toso mausoleo donde reposaban los de sus fa-
miliares.
Nuestro amigo González, después de escu-
char las preces que se rezaron en la capilla, muy
puesto en primera fila para que sus jefes le vie-
sen, abandonó el cortejo y se encaminó a la
puerta del cementerio, donde suele despedirse el
duelo, pues su falta de resuello no le permitía
asistir al sepelio, último acto de aquella ceremo-
nia, ya que las distancias que hay que recorrer
a la ida y al regreso dentro de la Necrópolis, son
considerables. Cumplida esa cortesía en la for-
ma ritual, es decir muy puestos en línea los que
presiden el duelo y desfilando por delante de
ellos cuantas personas han ido al cementerio, al
objeto de estrechar sus manos y murmurar unas
palabras de pésame que, generalmente, no llegan
a los oídos de aquellos a quien van dirigidas, se
disolvió el cortejo y cada cual, más que a paso,
tomó el coche que allí le había conducido para
regresar a Madrid, entre una densa nube de
polvo, a través de la cual adivinábase, de vez
en cuando, otra caravana que acudía también
a cumplir el deber de enterrar a un difunto.
— El muerto al hoyo y el vivo al bollo — re-