E. GUTIÉRREZ GAMERO
— En el que nadie nos puede molestar. El
único rato feliz que tiene uno, después de tanto
trabajo y tantas preocupaciones... ¡Lástima que
esos ratos no sean más frecuentes!
— ¿De veras los echas de menos, Alvaro?
¿No lo dices por halagarme, por darme una
tranquilidad de que muchas veces carezco, pen-
sando que empiezas a cansarte de tu Claudia,
que tanto te quiere?
Se apresuró Alvaro a dar a su amante todas
las seguridades de su inquebrantable querer, y
ella — porque lo deseaba de todas veras — hubo
de tomarlas como oro de ley.
Aunque mucho lo disimulaba aquél con to-
das las carantoñas y las marrullerías de un ex-
perto en el arte de fingir sentimientos que no
sentía, es lo cierto que habían comenzado a pe-
sarle sus relaciones con la mujer de su colega
y protector. Y no por remordimiento, ni por
causarle la menor preocupación el mal pago que
diera a éste, que tanto hizo por él y tan alto le
elevó, sino porque esa unión clandestina llevaba
bastantes años de vida, y porque Claudia —
por más que se defendía heroicamente: de los
estragos de la edad — iba dejando atrás la ju-
ventud y empezaba a estar en ese punto de ma-
durez en que, según Alvaro, las mujeres deben
dejarse de andanzas amorosas, dedicar sus fer-
vores a la religión, para prepararse así un hue-