106 MAURICIO LÓPEZ ROBERTS
so que parecían ignorar todo el mal que existe en
el mundo. Manolita no era alta, ni tampoco baja.
Tenía las manos morenas y finas y un lunar junto
a la nariz, pequeñín y gracioso. Manolita se vestía
casi siempre de negro o de colores oscuros y lle-
.vaba como pendientes dos bolitas de azabache que
bailaban perpetuamente junto al rostro, al abrigo
de los rizos del peinado. Manolita...
Doña. Tora le tuvo que hacer callar.
—Bien, bien, hombre. Manolita es un primor y
única en la tierra. Hasta que nació no se supo lo
que eran lunares y pendientes. Bien está. No me
lo repitas. ¿Y ese prodigio, te quiere?
Gracián se alzó del sofá, “nervioso y exci-
tado.
—No lo sé, abuela, no lo sé. A veces parece
que sí; otras parece que no. Porque le he de decir
a usted que no he hablado con Manolita y que lo
que sé de ella y de su familia, me lo ha contado la
Teresona, una criada vieja que tiene y de la que
me he hecho amigo, después de una porción de
dificultades. La Teresona, que está como una vaca
de gorda, dice que Manolita es muy metida en sí y
que no da pie para que nadie la hable de amores.
Sin embargo, la Teresona algo la ha dicho de mí y
ayer, ayer, abuela, me contó que cuando paso
por frente a la casa del cura, y esto sucede mu-
chiísimas veces al día, Manolita se arregla para
mirar siempre hacia la calle. Esto debe de ser por-
que quiere verme, yo no creo que sea por otra
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