108 MAURICIO LÓPEZ ROBERTS
arriba, hasta pasada la Puerta de Hierro, y allí
paseaban a pie, lentos, encarados con la divina si-
lueta azul del Guadarrama, que se recortaba páli-
da en el aire, subiendo tras el verdor triste de las
perennes encinas. Alguna vez Gracián y su mujer
caminaban más aprisa, y doña Tora, quedándose
atrás, los seguía, mirándoles tiernamente, con la
dulce sonrisa, a medias desengañada, de los viejos.
ara mayor dicha, les nacieron a los cónyuges dos
hijos, primero un varón, Gracián IM, luego una
niña, Inés, que se llamó así en recuerdo de la ma
dre de Manolita. .
El hogar se hizo aún más feliz. Sin preocupa-
ciones ni trabajos, Gracián y Manolita vivían di
chosos, gozando de la mediocridad dorada de su
fortuna, del amor inmenso y tranquilo que se te-
nían el uno al otro. Los hijos crecían sin enferme-
dad. Gracián ya hacía. palotes, Inés empezaba a
correr por los pasillos, con la graciosa incertidum
bre de los primeros pasos. Olvidada por la muerte,
doña Tora se encaminaba a los límites extremos
de la vida con el reposo de un caminante al que
no atosigan inquietudes. Sus biznietos la adoraban
y a doña Tora se le caía la baba viéndolos. Así vi-
vieron felices varios años, Hasta que a fines de
1886 cayó enfermo de gravedad don Bermudo Se-
ñuelo, que a la sazón era obispo de Calahorra,
adonde le llevaron sus méritos y altas virtudes. El
buen señor, que siempre quiso mucho a Manolita,
deseó verla antes de morir, y a Calahorra se fue
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