10% MAURICIO LÓPEZ ROBERTS
Almudenita afirmó con la cabeza, viendo el cua-
dro tal y como se lo pintaba Irene: la capilla en
penumbra, el parpadeo de las escasas luces, el bri-
lar estremecido de las lámparas que ardían ante
el altar del centurión, enviando sus reflejos purpú-
reos a la efigie del bonito santo. Irene siguió su
narración. Una tarde se halló sola en la capilla.
Con manso ruido discreto se alejó una monja que
concluyó de rezar, sonó el taque acolchado de la
puerta que se cerraba y todo quedó después en si-
lencio y en soledad. Entonces Irene se sintió aco
metida por el demonio.
-¡Ay qué tentación tan grande, Almudena! El
diablo estaba allí, junto a mí, a mi espalda, a mi
lado, enfrente, roleándome por todas partes... Yo
sentía como un fuego, como un ardor espantoso.
Mi «cara, mis manos eran ascuas... Intenté rezar.
Fué inútil. Se me habían olvidado las oraciones y
los padrenuestros conclulan en credos y los credos
en avemarías, Me quise marchar. Imposible. Esta-
ba como clavada en aquel sitio, sin poderme mo-
ver, y a todas estas sin que entrase nadie en la ca
pilla, que cada vez estaba más oscura, porque toda
la luz parecía concentrarse delante de él.
— ¿De ¿1? —preguntó Almudena sorprendida.
—De 6], sí, de San Longinos—murmuró Irene.
Almudena hizo un gesto de horror. -La otfá aca
bó rápida su historia. El diablo, o lo que fuere, la
incitaba en la calma de la capilla desierta a ir ha-
cia San Longinos y a abrazar la linda imagen, el
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