Sib
2.
A
AA ra a
EL VERDADERO HOGAR 13%
rostro de escayola pintada, donde la barba se ri-
zaba simétrica y los ojos sonreían beatíficos. La lu-
cha contra aquel espantable pensamiento fué terri-
ble, según contó la chica. Duró minutos o siglos,
pues Irene perdió la noción del tiempo, y al fin,
vencida por el malo, la muchacha se alzó de su
asiento...
—Crucé la capilla... llegué hasta el altar... AI
me paré un momento. Él parecía mirarme... sí,
hija, no me cabe duda me miró...
—Irene, no digas disparates,
Me miró, te digo, me miró como si me dije-
se: «si no subes tú a besarme, bajo yO...» Y en-
tonces me acerqué más. Había allí una escale-
rita de mano que el demonio dejó sin duda para
facilitar mi- pecado, la empujé, la apoyé en el
altar, subí deprisa, deprisa, parecía que me lleva
ban unas alas, y Cuando estuve cara a cara con él
le empecé a besar, a besar. Le besé que sé yo cuán
tas veces, como si me hubiese vuelto loca, y luego,
de pronto, noté que la cara aquella estaba áspera,
fría, que era de yeso, y entonces, hija, me bajé de
la escalera a todo escape y sentada en los esculo-
nes del altar me estuve llorando, hecha una tonta,
Qué sé yo el tiempo, hasta, que entró la madre
Saleta y me encontró así y la tuve que contar que
lMoraba por mis difuntos... ¡Figúrate! Qué cosa,
¿eh? Por supuesto que tú eres la única que lo sabe...
—¿Y la cara de San Longinos era muy áspera? —
preguntó lentamente Almudenita.