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MAURICIO. LÓPEZ ROBERTS
toros, espero no habrá gran entrada y me dejarán
un poco en paz... Pero otros domingos... ¡Ay qué
ver lo que me fastidio!
Las otras asintieron, pues también conocían lo
que eran aquellas reuniones y compadecianse mu-
cho de Irene, que había de aguantarlas. Pero no
había que preocuparse más de aquéllo. Aquel do-
mingo era de sol y casi hacía calor. Así es que
fuera agobios.
—Ya digo, espero que hoy no tenga mamá mu-
cha gente— repitió Irene, para tranquilizarse más—,
hay no sé qué procesión y va la Reina, así es que
no vendrá casi nadie a casa.
—Mejor—dijo Inés, quien desde que tenía novio
ansiaba la soledad.
—Si estamos las tres solas—sugirió Almudeni-
ta-—nos haremos la ilusión de que aun andamos
por el jardín de Santa Voz.
Solas no estaremos—habló Inés—, porque
Gracián va a venir con Manrique.
Las otras dos callaron'a tal anuncio. Después
hablaron de cosas indiferentes.
- Almorzaron todos en paz y gracia de Dios. Doña
Matea, a más de entender en cosas de artes y en
mundología, estaba al tanto de muchos primores
culinarios y en el Museo Arqueológico se comía
muy bien. Don Pepe, asimismo, era un epicúreo,
y en el comedor, amplio, bajo de techo, cubierto
de un papel a rayas verdes y grises, que tal vez vió
la angelical sonrisa de la viuda de Fernando VII,
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