154 MAURICIO LÓPEZ ROBERTS
anduvo más aprisa, hizo gestos a Almudenita que
lo miraba venir.
Marchaba con paso firme, suelto, pisando enér-
gicamente, y en la muelle arena del jardín quedaban
marcadas las huellas profundas de sus tacones. El
fuerte sol lustraba la barba rizosa y prendía chis- '
pas de luz en la boca sonriente, en los ojos ani-
mados. Almudenita lo miró venir como si lo con-
templase por vez primera,
— ¡Eb!—gritó Gracián desde el jardín agitando
la mano—, ¿qué hacéis ahí en la altura, como unas
castellanas en su castillo?
— Te vemos llegar-—-repuso Almudenita, son-
riente.
— ¿No bajáis?—siguió él, mientras Irene, al oir
la campanilla de la puerta, abandonaba la baranda
del cenador.
"—¡Ay, sí, ahora bajamos! Ya oigo la campani-
lla—suspiró Irene, señalando hacia la puerta
De fijo es la generala, y luego vendrán las Muño-
zas y la tía Rafaela y doña Gregorita y qué sé yo
cuánta gente más. A estas horas ya estará mi ma-
dre echándome de menos. Vámonos chicas, vámo-
nos adentro.
Inés protestó. Bien estaba que Irene se sacrifi-
case en aras del amor filial y de las conveniencias
1 sociales; pero ellas, Inés y Almudena, eran hués-
pedas y no tenían obligación de encerrarse en la
sala. El jardín estaba hermosísimo, y en el jardín
se quedaban. Nadie podía decir palabra, ni criti-