244 MAURICIO LÓPEZ ROBERTS
blanca y joven de Almudenita brillaría mejor y
más alegremente.
Doña Jesualda sólo acertó a pronunciar palabras
llenas de vaguedad agradecida. Por Dios... era
demasiado... una piedra tan cara...
—Mire usted, amiga mía-—habló otra vez doña
Tora—, para mí la boda de Gracián representa lo
que creí imposible, es la seguuda resurrección de
mi vida, de lo poco que he de vivir ya. En Almu-
denita y Gracián reviven todos los amores que con
templé junto a mí y esto es muy dulce a mis años.
Da algo de tristeza por lo que recuerda y mucha
alegría por lo que,supone. Así es que esta esme-
ralda y cien más daría yo con gusto a su hija de
usted para pagarla el bien que me hace,
Aumentaba la confusión de doña Jesualda.
¿Cómo hablar del presunto monjío? ¿Cómo decir a
aquella pobre vieja que todo se iba a acabar, que
aquella felicidad tardía y aquel júbilo y aquellas
seguridades de dicha, se podrían venir abajo por
voluntad de la propia Almudena?
Doña Tora siguió. Paseaba lentamente por el
cuarto y refería ahora a doña Jesualda lo enamo
rado que estaba Gracián de su novia. ¡Dios mío,
cómo la quería! No era hombre de mucha orato
ria, y en esto, como en la sencillez y en la bondad,
era como su pobre padre. Pero, como éste, sabía
querer honda y silenciosamente, con el corazón
entero, hasta morir, como murió el infeliz viudo
de Manolita, sin frase alguna, cual si cumpliese
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