dd
EL VERDADERO HOGAR 249
mejores de mi vida, donde la concluiré en reposo,
después de haberos bendecido porque no os opusis-
teis cuando Os pedí permiso para ser monja.
—¡Monja, monja tú! —gritó Inés, mientras doña
Jesualda, oída la condena, sollozaba en el sofá y
doña Tora iba solícita hacia ella para consolarla.
Sí, yo monja—habló vehemente Almudena—,
yo en Santa Voz, aquí o allá, en este convento o en
otro, pero en el que sea, respirando el aire que res
piré de niña, oyendo y viendo lo que of y vi y amé
y me falta a todo instante, de la mañana a la noche,
día por día, hora por hora, siempre, siempre...
—¡Oh, no hables así, no digas eso! —murmuró
Inés, temblorosa, señalando el sofá donde doña Je-
sualda gemía, sin escuchar a Almudena— ¡No di-
gas eso, tu madre puede oirte!... ¿Quién te quiso
más, quién hizo más por ti?
Almudena bajó la voz, fué hacia su amiga.
-Inés, tú no sabes lo que es esto que yo sien
to, tú no lo sabes. No vivo en mi casa. Mi casa es
Santa Voz, allí está toda mi vida pasada, cuanto
quise, allí está; cuanto me atrae y me gusta, allí
está también. No puedo vivir fuera de allí, mis
pies me llevan, mi pensamiento se llena perpebua-
mente de su recuerdo. Nada me sujeta en el mun-
do, sólo mis padres, y como son buenos, me deja
rán entrar...
-¿Y Gracián?-—se atrevió a decir Inés, con el
desaliento de quien defiende una causa que ve per
dida.