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EL VERDADERO HOGAR 31
de flor, molinitos, rebaños, un río apacible, mu-
chas cascadas de aguas clarísimas y burbujeantes,
campestres chozas rodeadas de colmenas y enguir-
naldadas de viña, todo cubierto por el manto pro-
picio de un cielo eternamente azul. Minúsculos
personajes, pastores, zagalas, labriegos vestidos
de colores tiernos, poblaban parajes tan agradables
y tampoco faltaban golondrinas y tórtolas que re-
presentasen, en unión de unos carneritos y algún
que otro travieso can, la zoología de aquel mundo
lan sereno.
De él parecía venir la madre Bernardeta. La
beatitud de los elegidos se reflejaba indudablemente
en la maestra de bordado... Sus ademanes, sus mo-
vimientos, su voz sobre todo, eran la misma sere-
nidad, el reposo y el sosiego más grandes que ima-
ginarse pueda. Cuando hablaba, las ninas, absor-
tas, detenían en el aire las agujas y los ganchos y
quedábanse en extasis, como se nos cuenta en el
“ino santos al
santoral que se transportaban a
oir los conciertos de la Gloria. No importaba que
lo que dijese la madre Bernardeta fuese vulgar y
corriente. Todo sonaba a palabra divina, a música
angelical, a melodía ultraterrestre, y las niñas es-
cuchaban, casi suspendidas en el espacio, frases
como éstas: «Reparen bien, hijas mías. Para la
malla, pasen primero la aguja por aquí, luego por
acá, hagan un nudo, una torsión. Ven, de esta ma-
nera; después se vuelve a pasar el hilo, sin hacer
abora más nudos y luego se empieza de nuevo...