EL VERDADERO HOGAR 47
Inés. Las encontró de gran palique, sentadas en el
suelo, a la sombra de un inmenso castaño de
Indias, todo lleno de altas flores picudas.
— Chicas, chicas —habló la descubridora, anhe-
lante—oid, veréis qué cosa...
Las interpeladas se alzaron con cierto sobresalto.
¿Qué pasaba? ¿Ardía el convento? ¿Se había caído
alguna niña al estanque del Delfín?
Irene negaba con la cabeza, en tanto que iba se-
renándose su pecho. Al fin, más reposada, explicó
a sus compañeras el misterio, llevándoselas a un
rincón, haciendo toda clase de aspavientos.
—Pues, chicas, veréis... Pero que no tenéis que
decir ni pío de lo que os voy a contar... a nadie,
a nadie, absolutamente a nadie...
Las otras prometieron ser silenciosas como unas
tumbas.
Tranquilizada, Irene siguió:
—Pues chicas... En la casita del fondo del jar-
dín hay una mujer de piedra...
— ¡Jesús! ¿De piedra?
—Toda entera. Es decir, entera no; la falta un
brazo y la punta de la nariz. Está medio tapada
con escobas y una araña ha hecho su tela por de-
lante de la cara... Yo la he visto—acabó, con el
orgullo con que Colón pudo describir las islas que
descubriera.
—¿Tú?... Pero, chica... ¿Y por dónde? ¿Y es bo-
hita?
—Pone una cara muy amable... una cara... va-