74 MAURICIO LÓPEZ ROBERTS
cuello de terciopelo del levitín, moviendo un junco
con aire galán y elegante, pasaba y repasaba por la
calle su cortejo, fijos los azules melancólicos ojos
en el balcón donde languidecia Aguedita.
Don Benigno y su esposa estaban literalmente
volados con tal: pasión, pues Burgo de Osma no
tenía un ochavo, ni por donde le viniera, y, ade-
más, porque supieron, gracias a indagaciones ha-
bilísimas, que Gracián era una perfecta inutilidad,
sólo poseído del demonio de la presunción e inca-
paz de hacer nada más que hablar con otros cuatro
jóvenes tan insulsos como él, de si las levitas de
Otrilla eran o no mejores que la de Caracuel, Le
cantaron las verdades a Aguedita cientos de veces,
mas la muchacha sentiase heroina romántica, y
cuanto más la gruñían sus papás, más se enamo-
raba y se ponía aún-más pálida y ojerosa.
Hubo de fijo entre los tórtolos algún atrevido
mediador o mediadora .que, seguramente, trajo y
llevó misivas y cartas. Con esto creció, si era po=
sible, aquella hoguera, y una tarde, después de
haber sermoneado a su hija durante el almuerzo,
alarmada doña Torita por unos ruidos insólitos
que venían del cuarto de la enamorada doncella,
acudió allí y e la encontró subida en una silla y
con un dogal al cuello, pronta a ahorcarse. Se
armó una tremolina espantosa; hubo llantos, pa
tatusés, gritería, juramentos y, para que trance
tan espeluznante no se repitiera, los Bueno-Gui
sando permitieron que Gracián entrara en la casa
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