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LA OLLA GRANDE 121
cra odiosa la vida, y hasta para que le persuadiese de la
Sinceridad de esta afirmación suya, a que daba fuerza
Drobatoria aquel torrente de lágrimas que estaba ver-
tiendo,
— Pero, señora, ¿usted me ha tomado por recadero
de sus afanes amorosos? — exclamé airado.
-—De ninguna manera. ¡No faltaba más! ¡ Don Teo-
“oro Monturque recadero de nadie! ¡Un hombre tan
“abal y tan serio! ¡Una atrocidad! Pero él era la única
Dersona influyente en la voluntad de Carlitos — ¡lo de-
“ia todo el mundo! — y ¿qué delito en servir a una
desdichada que siempre vivió tranquila, fiel a sus debe-
"eS sin conocer los sobresaltos de la pasión hasta que
d enamoró el joven Portales abriéndola horizontes de
telicidad, jamás por ella sospechados, y conduciéndola
DOr una senda de delicias al precipicio de la falta irre-
Darable?... ¡Un mal papel el digno don Teodoro Mon-
Urque! No, sino el papel piadoso del ser bueno y cari-
tativo que une dos corazones nacidos el uno para el
Vlro... ¿Qué trabajo le costaba ese pequeño esfuerzo
éN su obsequio, si ella quegdábase satisfecha no más que
“on hacer que llegasen a manos de Carlitos aquellas
Attas, quizás secuestradas por el padre?... Mas si él
Densaba que en su angustioso ruego existía el menor
“Somo de interés bastardo, ¡ah! entonces que no hiciera
Nada, que olvidase sus palabras, que no contara al ama-
pa visita y el paso que estaba dando, porque ella
a irse al más apartado rincón de la tierra y allí sola
$e de desvío del hombre, único dueño y señor absoluto
alma... ¡Una atrocidad! A
Al finalizar Jacinta Durango su perorata, entrecor-