144 E. GUTIÉRREZ-GAMERO
a cl
— ¡ Vamos, don Teodoro, que a esa no se le ocurrl-
'á visitarle!
Sin meterme en distingos ni parar mientes en la
sonrisita maliciosa de la portera, hice la ascensión a
mi quinto piso, tiré de la campanilla con el imperio del
amo de la casa que trae mal humor y quiere entrar
pronto, y me abrió la puerta nada menos que Jacinta
Durango, en cuyo rostro noté señales de inquietud y
azoramiento, como si la ocurriese alguna desgracia. ESO
sí, con su palidez y sus ojeras, que la hacían más inte-
resante, la muchacha estaba encantadora y merecedo-
ra que por ella se cometiese cualquier desatino.
— ¿Me perdona usted este allanamiento de mora-
da? — me preguntó con aire de mosquita muerta que me
desarmó la ira por aquella invasión.
— Señora — la respondí, — usted está en su casa.
— ¿Le extraña a usted mi visita?
— Sí. No se lo ocultaré a usted. Después de la dureza
con que el otro día me trató don Carlos Portales, SU
amigo, creía que tanto él como usted me guardaban ren-
cor... ¡porque cumplí con mi deber! Y ciertamente no
esperaba que por segunda vez honrara usted mi modes-
to hogar — repuse muy serio.
— Respecto a Carlos ignoro si le guardará rencor;
en cuanto a mí yo le aseguro a usted que no se lo gua!-
do, sino, por el contrario, le profeso verdadera simpa-
tía, porque es usted un hombre recto. Y en prueba de
ello he aquí mi mano. — Y al pronunciar estas palabras
me la tendió después de quitarse el guante que la CU-
bría, sin duda para que no hubiese entre su afirmación
y su epidermis el más leve obstáculo. La tomé cortés»
il . ma