LA OLLA GRANDE
este momento podría coordinar las diversas impresio-
nes de aquellos suavísimos instantes, en que la bestia
que llevo conmigo se enseñoreó de mí y mandó en jefe.
La reacción que experimenté cuando salí de casa de
la Puri y me di cuenta de mi estúpida caída, fué tre-
menda. ¡Tanta bravata y tanto presumir de hombre
blindado contra las malas tentaciones, para dar de ho-
cicos en este fangal delicioso! Y el desprecio con que
Miro la fiera de mi ser material y grosero, que obra por
el instinto salvaje de un brutal desvarío, a nada es
comparable, ni hallo acto de contrición que borre mi
pecado, porque no puedo obligar, a lo que en mi espí-
Titu me resta de honradas ideas, a que rompa y execre
la dulce remembranza. Y ahora me encuentro con que
he faltado al amor purísimo que consagré a Clarita, a
Mis cristianas convicciones, que estaban en mí pren-
didas, por lo visto, con minúsculos alfileres, y a lo que
debo a la amistad de don José María Portales, pues
Para que nada me quede en la conciencia que aquí no
Vuelque, declaro que cuanto aquél me encargó que no
dijese a la Puri, se lo revelé de punta a cabo. Por tal
revelación hoy sabe la condenada mujer que sólo mu-
riendo su protector y amante gozará de la riqueza, y el
pensamiento de que ella le desee la muerte o que... Les
digo a ustedes que merezco que me enmielen, y luego
Me emplumen, y después me puncen, me corten y me
rajen en menudos cachos.
Ello es que el Cristo de mi pueblo se quedó sin su
Pureza, y yo sin mi vergiienza.