224 E. GUTIÉRREZ-GAMERO
los sollozos y mostrando en el desorden de su vestimen-
ta, que descompuso la lucha sostenida, unos encantos
que podría hacer instantáneamente míos con poner tan-
to así de voluntad y alargar la mano.
¿Que si la alargué?... Ahora que estoy a solas con-
migo mismo escribiendo estas líneas a las dos de la ma-
drugada, sin escuchar otro ruido que el que dentro de
mí hace mi conciencia, y ante mi vista el sofá que fué
molde de su escultural persona, el almohadón que aún
conserva la huella de su gentil cabeza, la silla donde se
sentó un momento, los objetos de mi escritorio que su
mano tocó, la alfombra donde puso sus pies de niña, y
al ambiente aún saturado del suave perfume, que es at-
mósfera suya, no quiero engañar al que me lea, y con-
fieso que una vez más la bestia que llevo en el cuerpo,
soliviantada por aquella mujer demoníaca, cegó mis
honrados impulsos, cubrió mis honestos propósitos con
un velo concupiscente y me fuí como una bala hacia la
Puri... y renegué mil veces de la infame campanilla
que en ese preciso instante repiqueteó con importuno
repiqueteo.
— ¡Maldito artefacto! — dije cuando su tintinear
me paró en firme, cual si fuese chorro de agua que en-
friase mis ardores, Y su sonsónete se me antojó igual
al timbre con que me llama a su despacho mi ilus-
tre jefe.
— ¡Otra! ¡Así se te caiga la mano! — grité al oír un
segundo toque, más fuerte y seguido que el primero.
— No hagas caso — exclamó la Puri, viendo que se
le escapaba mi derrota y tendiéndome los brazos.
— ¡La van a echar abajo! — repuse.