236 E. GUTIÉRREZ-GAMERO
rece mi principal, pesa en su ánimo, me limité a guar-
dar silencio ante aquellas lamentaciones, poniendo la
vara al tono de mi tristeza, mucho más honda que la de
Portales, pues a él se le iba una hija y a mí el alma.
Y si entonces, en lugar de acordarse del agravio que
recibía y del dinero que gastó, toca la tecla del dolor
de padre, me ablanda las ternuras, ya muy próximas
a la flojera, y entre los dos lloramos hasta hacer charco.
— ¿Me pregunta usted qué partido tomaría en su
caso? Pues yo en el caso de usted — contesté a la pre-
gunta que me disparó — pondría inmediatamente en
La Correspondencia las cuatro líneas que dice la carta,
bendiciendo este hermoso invento de los recaditos en
la cuarta plana, que permite a los amantes decirse ter-
nezas y a los padres enviar perdones.
— ¿Yo bajarme a esos miserables? ¡Jamás! ¡Que
se vayan al extranjero o al demonio con mil pares de... !
—¿Y así quiere usted evitar el escándalo? ¿Qué
dirán la duquesa de Burbáguena, el marqués de Cájar,
el barón de Polopos y toda la buena sociedad de Madrid?
— interrumpí, atacándole por su flaco vanidoso.
— ¡Ya es inevitable...! ¿Cree usted que la de Ca-
pulverde no habrá enterado a todo Cristo, para reven-
tarnos?
— A pesar de eso, yo...
— Nada, nada. No se canse usted, don Teodoro...
Que se vayan, que se coman los codos de hambre y que
truenen como arpa vieja. Ese canalla buscavidas, que
me roba la hija para vivir a mi costa, me las ha de pa-
gar... Y, en cuanto a ella..., como si se hubiera muerto.
Todavía insistí en el perdón, callándome el deseo