Full text: La olla grande

LA OLLA GRANDE 237 
de decirle cuánto mi insistencia significaba sacrificio, 
y cómo mis rabiosos celos me empujaban a recrudecer 
y avivar su encono; y sólo cesaron mis ruegos cuando vi 
que la ira iba en aumento, a medida que el tiempo pasaba 
y no le traían a los criminales atados codo con codo. 
Por su orden recorrí toda la capital, las delegacio- 
nes de policía, un infinito número de fondas y casas de 
huéspedes, la de la señora de compañía, cuya dueña ha- 
bía desaparecido, sin duda para dar convoy a los fugi- 
tivos y escapar a la mano de la justicia; y con este aje- 
treo, verdadero molimiento de mis huesos y de mi es- 
píritu, llegó la noche, tan ajenos al rastro de la mucha- 
cha como al empezar el día. 
Eran las diez y ya mi cuerpo ansiaba un poco de 
reposo. Despedíme de mi jefe, me fuí a la calle de San 
Juan, y en el momento de desnudarme para meterme en 
la cama y ver de conciliar el sueño, si la pena que me 
embargaba me lo permitía, un apremiante recado de 
Portales hízome vestir y volver más que de prisa al ho- 
tel de la Castellana. 
Otro tremendo disgusto venía a unirse al de la fuga 
de Clarita. Acaban de traer a Carlos en un estado las- 
timoso. El animal de Serafín Orioles, picado del afán 
de llevarse a su mujer, y atropellándolo todo su impa- 
ciencia, había penetrado en el domicilio de Jacinta, a 
quien encontró en sabrosa plática con su amante; y, 
aunque esto no debiera asustarle, en aquel entonces pu- 
siéronsele los celos de punta, y es cosa sabida que cuan- 
do un mansurrón se enfurece no hay trapo que le des- 
Víe ni barrera que no salte. 
La escena que se produjo fué monumental. Los gri-
	        
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