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E. GUTIÉKREZ-GAMERO ó
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cuento que prolongase el engaño hasta que su hijo re-
cobrara la salud, si Dios era servido de otorgársela,
cuando veo entrar a don José María todo descompues-
to y más furioso que antes.
— ¿Qué le pasa a usted? ¿Aún hay más? — exclamé
inquieto.
— ¡Hay para acabar de una vez! ¡Hay para pegarse
un tiro! — me contestó dejándose caer en un sillón y
cogiéndose la cabeza con las manos.
— ¿Pero qué es ello? — interrogué lleno de ansie-
dad, porque en aquel punto imaginé si Clarita y Con-
trueces, viendo que no llegaba el perdón, habrían puesto
fin a su existencia románticamente, dando el encarg0
al juez de guardia de que los enterraran juntos, para
que los periódicos diesen cuenta de su desmedido amor
y otros amantes en igual caso imitaran su ejemplo poY
obra de contagio.
El motivo de la desesperación de mi jefe era más
que suficiente para sacar a cualquiera de sus casillas.
Esperaba don José María que, vendida la parte que le
tocó en el famoso empréstito, con la correspondiente pri-
ma y liquidada ésta, cosa facilísima, pues se disputaban
las gentes los provisionales papelotes dados por el Go-
bierno, apresuraríase Cañizares a entregarle los millo-
nes por cuya potencia pensaba mi jefe salir de apuros,
pagar trampas y ponerse a flote. Mas como viese que
el testaferro no chistaba, a pesar de la carta que le
escribió dándole noticia del disgusto familiar y llamán-
dole con urgencia, plantóse en su casa, le pidió cuentas;
y cuál sería su sorpresa, digamos mejor su asombro,
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cuando Cañizares le dijo que no había podido guscribl!