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LA OLLA GR ANDE
— ¡Ah! Entonces no digo nada. Invítele usted, don
Teodoro — ordenaba Portales.
— ¿Y vendrá la duquesa? — plañía doña Cándida,
poniendo en su voz hombruna acentos de duda triste.
— Si no viene la duquesa estamos perdidos. Será
Una soirée manquée — gritaba Carlitos.
— ¡Como que es el verdadero clou de la fiesta! —
Comentaba Clarita.
— ¡Qué pena, si no llega a venir! — suspiraba doña
Cándida. — ¡Un platal que nos hemos gastado!
amos a cuentas — atajaba mi jefe; — yo soy el
banquero de la duquesa, ¿sabes? y me distingue con su
amistad; y aunque no va más que a casas muy princi-
Pales, cuando ayer estuve en su palacio a convidarla
tanto la rogué para que se dignase honrarnos, que me
Prometió venir. ¿Cómo voy a creer que se arrepienta ?
Vendrá seguramente. Podéis estar tranquilas. Es más.
Anoche me dijo Perico Bonanza, el conde Perico, ¿sa-
bes? que tenía la evidencia...
— Carlitos (interrumpiendo) ¡Dios lo haga!
— Doña Cándida (ídem) ¡Dios lo quiera!
— Clarita (ídem) ¡Dios lo permita!
— ¡Pero venid acá, majaderos! ¿Qué más os da que la
duquesa, asista o no a vuestro pipiripau? ¿Ganáis con
Su presencia el cielo, o aumenta vuestro caudal
“on que la linajuda señora dé cuatro vueltas por el
Salón y Os dirija sonriente cuatro palabritas de miel?
¿No veis, estólidos, que por la canal de su sonrisa corre
también su desprecio, porque se imagina de mejor car-
de y de más limpia sangre que la vuestra plebeyota?
¡Ah, parve nidos! Lo que se os crece y agranda es el or-