LA OLLA GRANDE 205
— ¿Y cómo se va usted a componer para evitar la
catástrofe?
— No lo sé, amigo don Teodoro. Hoy haré una lista
de todo lo que poseo y que se pueda vender, sin olvidar
la más insignificante joya...
— Por cierto — interrumpí, — que doña Cándida las
tiene magníficas.
He dicho lo que poseo yo, no lo que pertenece a mi
mujer. Verdad es que entre alhajas, encajes y mil chu-
cherías de precio que la he regalado, bien se reunirán
unas quinientas mil pesetas, todo ello mal vendido; y
si yo faltase, ni ella ni mi hijo se morirían de hambre.
Eso para mí es sagrado; algo como el rescate de mi
conciencia por lo mucho que he dado a Purita.
— La cual — interpuse, — quedará rica con los se-
senta mil pesos del seguro, el día que usted falte; y
como en Dios espero que sea de aquí a muchos años,
trabajillo nos va a costar, mientras tanto, el pago de la
prima anual, bastante redonda.
— Todo sacrificio es poco para esa pobre muchacha,
que me adora, querido amigo. Por mi cariño Purita ha
desperdiciado buenas ocasiones de fijar honradamente
su porvenir. No hace mucho tiempo un inglés riquí-
simo, a quien conoció en París y que de ella no obtuvo
más que una sincera amistad, la escribió con ofreci-
miento solemne de hacerla inmediatamente su esposa.
Yo he leído la carta.
— Y Purita rechazó la oferta — exclamé procuran-
do que el tono de mis palabras no diera a entender mi
incredulidad burlona.
— Purita me enseñó la carta, Yo, armándome de