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Balando y comiendo, las ovejas siguen a Nardo, el
hermoso morueco que las guía con el cascado sonar de
la esquila desvencijada de su cuello. Detrás, siguien-
do ruta incierta, va Julia despabilada y con las meji
llas sonrosadas por los frescos vientos vocingleros que
murmuran en las frondas y sacuden las cañas.
Hato y pastora han seguido la corriente del arroyo
y llegaron ya a las cercanías del alto monte, tras cuya
cima surge el sol, y en cuya falda, entre rocas, viven un
viejo roble y una cruz.
La cruz es tosca y añosa; la han vestido el musgo y
los líquenes y siempre tiene homenajes de flores sil-
vestres. A su pie, en una concavidad de la roca ver-
dosa, la clara fuente cuelga en fresca cabellera tem-
blante; chorrean las guedejas de cristal sobre la ninfa
que anida entre guijas y arenas; las aguas se besan
riendo con loco gorjeo, serevuelven, murmuran, se agi-
tan, burbujean, con ternura suspiran y temblando co-
mienzan su camino por un sendero florido, soslayando
en derredor del tronco del árbol.
Julia llama a Nardo, que obediente la sigue y va ha-
cia el roble; ante la cruz se arrodilla, fija en ella sus
grandes ojos limpios y cándidos, entreabre sus labios
sutiles y eleva su cotidiana oración, al concierto del
murmullo de la selva, al sonar de la fuente y al tañir
de la esquila de Nardo.
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Sentada en una piedra, veía Julia con amor, pastar
a Nardo, que repentinamente alzó la cabeza, dando un