MAGEÉ
plenes para caminos. Por allí pasaban luego los convoyes de
aprovisionamiento para el frente; los camiones con alimentos,
los tanques con agua. Muchas veces hubo hombres sedientos
arreglando esos terraplenes, para dar paso a tanques conte-
niendo agua, que perecieron de sed por falta de esa misma
agua. Los soldados del frente reclamaban para beber, Eran
soldados armados, del propio país que los llevaba a la masacre,
que podían entregarte, vencidos por la sed o amotinarse,
¿Cómo darle el agua salvadora a unos pobres prisioneros?
¿Cómo saciar la sed de esos ex hombres que había al margen
de los caminos —al margen de la misma vida— cuando esta-
ban sedientos los propios connacionales, en el frente, bajo
el fuego abrasador del sol y bajo el fuego destructor de las
ametralladoras? Esa era la realidad. Y la guerra es una cosa
realista, dramáticamente realista.
Muchos llegaron al final de los caminos. No todos queda-
ron insepultos, señalando con la blanca luz de sus huesos
calcinados, el sendero.
Muchos tuvieron la suerte de que aún les quedaran ener-
glas para treparse por un puente a un estrecho barco,
en Casado. Y esos fueron a reemplazar, en los campos y
en las ciudades a los hombres que estaban en el frente luchan
do. Las tareas agrícolas y fabriles, las labores del campo y
de la ciudad, fueron enconmendadas, en su mayor parte, a
los prisioneros.
Ahora bien: esos prisioneros que durante tres años han
estado trabajando gratuitamente en la agricultura y en la
industria, por la casa y la comida, sin derecho a reclamación
alguna, han creado uno de los problemas más graves de la
postguerra.
Regresan los ex combatientes. Sus puestos están ocupados
por prisioneros. Esos prisioneros —los bolivianos— en su
mayoría trabajan en Bolivia en condiciones inferiores con