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J. RODRÍGUEZ LA ORDEN 93
lides que dieron renombre al espectáculo que se denomina
Fiesta Nacional, Cúchares, El Tato, etc., ha sucedido el
trajín ensordecedor de las máquinas industriales, y las altas
chimeneas hacen ondear los penachos de humo, dándonos
la sensación agradable de que desaparece el barrio torero
y se alza la colmena de abejas laboriosas que fabrican
su panal.
Pero ¡ay!, que el Creso afortunado, valiente en aco-
meter las más grandes aventuras, como si no tuviéramos
bastante con una plaza de toros, fundada por la nobleza,
quiso él emularla alzando otra plaza monumental, y allá
se levanta ese circo monstruoso, para desahogo de pasiones
y alardes de gallardías y cobardías—que de todo hay en
la Fiesta Nacional —donde debieran posarse las grandes ba-
rriadas, que sirvieran de nido a las golondrinas familiares
de la ciudad, que andan, y no vuelan, con log menajes al
hombro, desposeídas del hueco de tierra que tiene la hor-
miga, al amparo de la piedad oficial, que almacena los
muebles y deja a los seres en el arroyo de la vía pública,
como si fueran perros sarnosos.
Este barrio tiene también su cofradía, y de su his-
toria legendaria no le queda otra cosa que Sus hombres
fuertes y sus hembras varoniles. Todo lo que se aleja de
la ciudad es arisco: la independencia es un signo negativo
de la ciudadanía, porque ésta, por cultura—mal llamada
por cierto —obliga a la hipocresía. Los sambernardinos, como
las sambernardinas, no encubren sus sentimientos: se mues-
tran como son.