178 QUIEN NO VIÓ A SEVILLA...
matices tan extraños, esos claroscuros tan misteriosos, que
han inmortalizado los cuadros de Holbein y de Valdés Leal.
Del blanco-nieve al negro-ébano hay una gradación de
notas sombrías; ya es la gris que llena los huecos de las
hornacinas de la Catedral, donde las figuras de los santos
y pasajes bíblicos que decoran sus fachadas parecen tomar
vida y movimiento; ya es la cenicienta que proyecta una
arcada sobre un ventanal gótico ornado de cristales opacos;
ya es la terrosa que marca la sombra alargada de un
picacho y que hace amarillear el artístico bordado de un
rosetón de enmarañados dibujos.
El satélite de la tierra sube despacio, con lentitud
majestuosa. Pronto lo tendremos sobre las azoteíllas y ba-
laustradas, entrando por sus arcos, descansando en el cen-
tro de un arbotante, plateando la labrada piedra en sus
perfiles y haciendo resaltar más el broncíneo matiz de la
parte en sombra.
Es reina la piedra en las alturas, El templo incom-
parable hace el efecto de una gran ciudad abandonada
de la Edad Media, vista a las altas horas de la noche, y
sus numerosos pináculos parecen como centinelas mudos
que han quedado petrificados por la acción de los siglos,
guardando, en actitud hierática, la ciudad silenciosa.
Sereno y henchido de virginal blancura, el astro de
la noche se ha deslizado, besando a su paso, como ofrenda
de paz y amor, la cruz de la cúpula más alta. Ahora
se eleva en el espacio, envolviendo el circuíto en gasas
vaporosas. ¡Qué riqueza de líneas, qué sucesión de matices,
qué fantasmagórico aspecto presenta la inmensa mole de
arcos salientes como tenazas monstruosas, cúpulas de cir-
cunferencia gigantesca, pináculos que suben hasta una al-
tura inconcebible, y, rodeándolo todo, entrando por vanos
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