MARIO MÉNDEZ BEJARANO 195
aguaduchos que se alzaban, ora a lo largo del río, ora
en la antigua Alameda, al pie de los ingentes monolitos
que, en el silencio de la noche, aún escuchan el vuelo
de las águilas romanas.
Los campos de la baja Andalucía, ardientes y fera-
ces, recuerdan, por la lujuria de su flora, la pureza de su
cielo y el brillo de sus noches, la magnificencia del con-
tinente americano. Hasta la arquitectura de casas bajas y
cómodas; los entoldados patios de marmóreas fuentes, con
sus columnas, que se abren en dóciles arcos a guisa de
palmeras; el rumor del agua, que suena como lejano mo-
ver de hojas, y cierta vaga idealidad diluída en el am-
biente con penumbras y sopores de manigua... todo mar-
ca la transición del uno al otro continente, la encarnación
de una ley biológica o providencial.
Parece increíble que nuestros imprevisores gobiernos no
hayan instaurado, muchos años ha, un Instituto de estudios
americanistas, allí donde nuestros hermanos del otro he-
misferio se creen en su propia casa, donde el viento sus-
pira a la vez melancolías de soledades y de guajiras, don-
de los muelles gimen por las flotas americanas y el Ar-
chivo de Indias espolea la docta curiosidad con el tesoro
de sus inagotables documentos.
La Historia, que no es sino la realidad prolongada
en el tiempo, ha afianzado, minuto por minuto, los áureos
broches de la confraternidad entre la región andaluza y
el nuevo continente, con tan apretados vínculos, que para
la historia americana casi pudiera suprimirse el resto de
la península. En el reino de Sevilla, y en histórico mo-
nasterio, halló Colón el amparo que, sin fruto, pordioseó
a todas las coronas del Occidente europeo. Cuando los Re-
yes Católicos le confiaron una carabela, los andaluces le