ROGELIO PÉREZ OLIVARES 295
blancas palomas enceladas. Con altivez de soberanía se yergue
la cabeza, abandonando sobre la espalda de perfección el
negro tesoro de los cabellos desordenados. Las manos, pe-
queñas, señoriles, pasan indolentes sobre los párpados aún
cerrados, buscan el ardor de sus suspiros en los sangrientos
labios a medio abrir, sienten la voluptuosidad de las pes-
tañas de seda, agudas como puñales; resbalan sobre la ten-
tadora superficie de los pechos turgentes, manantial di-
choso de la vida, y caen en desmayo sobre el bordado
embozo. Se abren, al fin, los ojos fascinadores y un raudal
de luz llena el mundo entero.
¡Sevilla ha despertado! ¡Bendito sea el sol!
Fe
Hace falta, para hablar de Sevilla, pluma de oro, co-
razón de poeta y alma de artista. Es tan especial la psi-
cología de este pueblo único, que no basta, para descri-
birla, el más florido léxico ni la más arrebatadora elocuencia.
Como obra predilecta de Dios, sublime y maravillosa, queda
por encima de las humanas facultades y siempre es mez-
quina la hipérbole y pobre la expresión.
No hay pueblo alguno que llene con su nombre la
tierra y el mar. No hay nada como estas siete letras que
ejerzan sobre las almas de todos los confines una influencia
tan decisiva de gozo y de deseo. El solo nombre de la
ciudad augusta dilata los semblantes en una sonrisa de
bienestar y despierta en los pechos el ansia de supremas
delicias.
La leyenda lo paseó por todo el orbe con repique
nervioso de castañuelas, gemidos de guitarras, ecos de apa-