silbante, y su rostro se cubrió de rubor—. ¿Quién me
asegura a mí que usted no es un villano?
—Puede usted pensar lo que quiera sobre el par-
ticular—respondió Krag, y se sentó en una banque-
ta—, ¿Estamos ya de acuerdo, señorita?
Ella le miró con fijeza.
—¿Es usted inexorable ?—Interrogó ésta.
—Sí; soy inexorable.
Tomó asiento la dama frente a Krag, a la mesa,
y se puso a agitar nerviosa entre sus dedos una tarje-
ta de visita.
—Pregunte, pues, y le contestaré. Mas no olvi-
de que mi familia duerme en las habitaciones pró-
ximas.
— Así comprenderá usted misma que lo más pru-
dente es hablar en voz muy baja.
Ella se mordió los labios. Krag notó que de nue-
vo la resultaba difícil dominarse.
—Ante todo, ¿quién es ese hombre que se en-
cuentra en la habitación del cochero?
—Nuestro cochero.
—«¿Cómo se llama?
—Luis Byerke. Como ha visto, ya es anciano, si
bien un buen cochero.
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