—Sí, siempre. Nuestra muchacha le llevaba al
cuarto el almuerzo y la cena. Esta consistía siempre
en pan, manteca, fiambre de carne y un vaso de
leche. Mas permítame que le refiera lo más extra-
ño de la historia del hombre en cuestión. Hace unos
días —recuerdo perfectamente que fué el seis de mar-
zo—, Brandt tocó el timbre en su habitación a las
ocho de la noche. Habíamos dado permiso a la mu-
chacha para que saliera aquel día, y yo misma tuve
que acudir. Estaba él sentado a su mesa y escribía.
Le pregunté qué deseaba, y, como siempre, quería
que la muchacha le fuera por leche. Al oír que la
chica no estaba, manifestó que él mismo iría por la
leche, ya que tenía que salir, de todos modos, a
comprar sellos. Me ofrecí a hacerlo yo misma, para
evitarle la salida, lo que no quiso en manera alguna,
llevado por su gran modestia. Por tanto, le llevé una
jarra para que se comprara la leche. La lechería se
halla enfrente de nuestra casa. Transcurrió media
hora, y Brandt no regresaba, comenzando yo a sen-
tirme intranquila, pues me decía cómo un hombre
hecho y derecho podía andar por las calles de la
ciudad llevando una jarra de hoja de lata en la mano.
Entre tanto, Brandt continuaba sin volver a casa.
Aquella noche no regresó ya, y desde que se marchó
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