—Sin que usted barruntase que era ácido prúsi-
co—respondió Krag, cogiendo una de las cáscaras
estrujadas de limón que había encima de la mesa.
—En esta cáscara de limón—añadió—se encie-
rra ácido prúsico. Puede olerse. Así, pues, el asesi-
no ha inyectado el veneno en el limón antes de su-
bir aquí. Es probable que él mismo trajera las ostras
con los limones. Los limones, de seguro. Y que éstos
fueron dos, lo vemos en las cáscaras. Del limón en-
venenado dió una raja a la joven. Puede ser tam-
bién que él mismo haya vertido el zumo en una os-
tra, que luego la dió muy cortés, como yo lo hago
ahora. Según ve, ello es muy sencillo; igual que en la
mayoría de los crímenes.
El médico saltó de su asiento, exclamando:
—¡Claro está! Así tuvo que haber ocurrido. Aho-
ra se me presenta la cosa del todo evidente.
—De seguro que el asesino tuvo bien en cuenta
qué limón era el del veneno para no equivocarse.
¡Sí; así fué! Aquí tenemos la señal en este pedaci-
to de corteza. Vea usted, doctor; ahí está tallada
una pequeña señal.
—Sí; ya la veo—respondió el médico—, son dos
cruces,
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