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se dirigió a su despacho, donde permaneció unos mo-
mentos.
Entre tanto, el coche celular partía de la prisión.
Ya la noche iba tan avanzada, que eran muy con-
tados los transeuntes en la calle. Según marchaba el
coche celular por la Grubbegate, abrióse la porte-
zuela de repente, saltando a la calle un hombre,
quien permaneció parado unos segundos en medio
de la vía pública, en tanto que el coche continuaba
su marcha como si nada hubiese sucedido. El fugi-
tivo se destornillaba de risa; se metió las manos en
los bolsillos del pantalón, y se dirigió a paso lento
por la calle abajo. En el Stortorvet había aún gran-
de concurrencia. El pillastre se fué animando. Con
la mayor frescura fijó su mirada franca en un poli-
cía que se encontró al paso, y le saludó echándose
la mano a la gorra. Este le devolvió el saludo.
En la parada del tranvía se detuvo, confundido
entre un grupo de personas que allí esperaban para
tomar el tranvía. De pronto se estremeció: alguien
le había susurrado una palabra al oído. ¿Quién po-
día ser? Exchó una mirada en torno suyo; pero no
consiguió descubrir a ningún sospechoso: a su lado
esperaban dos señoras, un caballero con lentes y bas-
tón y un anciano jiboso que llevaba un cesto colgado
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