del brazo. ¿Había de ser éste el que le habló al
oído? No, puesto que estaba muy distante de él.
Por fin; llegó el tranvía que él esperaba, y al que
subió con otros varios. En verdad carecía de dinero;
pero no tenía gana de andar el camino a pie, y,
como es costumbre entre los de su calaña, se aventu-
ró a subir, por si “colaba” sin pagar. El cobrador
comenzó a cobrar en el coche delantero, y él se en-
contraba en la parte posterior del segundo coche.
Pero ¿qué era aquello? Notó que le andaban en el
bolsillo derecho de la chaqueta, y al punto volvió la
vista... ¡Imposible que fuera aquella señora que iba
a su lado!... Por su mente cruzó un pensamiento
que le llenó de júbilo. ¿Se le querría hacer víctima
de alguna ratería a él? ¡A él, al rey de los rateros!
La ocurrencia le pareció tan feliz, que hubo de reír
a carcajada. Pero en aquel momento mismo, al-
guien volvió a soplarle al oído algo que le hizo com-
prender; oyó claramente: “¡Paga tu billete!” Mas
¿quién por todos los diablos podría ser el que se
preocupara de sus asuntos? La plataforma iba aba-
rrotada de gente; pero de ninguna de aquellas perso-
nas esperaba él cosa semejante; ¡a no ser que fuera
aquel anciano con el cesto al brazo, que iba tosiendo
a su lado! Le agarró del brazo, y le dijo:
6.- EL Puso, 81