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que convergen en este valle, así como a lo
largo de las orillas del mar, donde se pre-
sentan vestigios de primitivas habitaciones
de los aborígenes. Con todo, se vé que la
información documentaria señala y marca
de manera visible, que aquí, como en otros
lugares, el número de ruinas es una indica-
ción de la succesiva y no contemporánea
ocupación. Al tiempo de la llegada de los
españoles, las más extensas ruinas de la
costa peruana estaban sea completamente
o, por lo menos, parcialmente abandonadas.
Esto es evidente en el caso de las llamadas
de Cajamarquilla (cuyo nombre aborí-
gen ya no es posible investigar) cuyo
lugar no solo fué dejado en absoluta sole-
dad, sino que hasta quedó en el olvido en
los comienzos del décimo sexto siglo.
Irma (o, cual se le llamaba, Pachacamac)
estaba arruinado en parte en 1532, y Chan-
chan, cerca de Trujillo, al parecer el recin-
to más extenso de ruinas en la América del
Sur, había quedado reducido a modesto
villorio a la llegada de Pizarro, conocién-
dose tal sitio con el nombre de Mansiche, a
una milla más lejos.
Las expediciones de los Incas, que con
tanto tesón fueron repetidas contra las tri-