Full text: T. 80.1933=Nr. 292-295 (1933008000)

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NOSOTROS 
genies...” no pensaba que las palabras con que caracterizaba a 
su época servirían para calificar el borbollar de los ánimos en mil 
novecientos veinte y nueve. 
Cae el telón sobre el último acto del drama que empezó hace 
diez años. Con esta fecha finaizan los tanteos: la prosperidad 
material que infló tantos valores termina, y en un artículo, Ber- 
uard Grasset escribe: “Esa inflación del valor literario, cuyos in- 
convenientes se ven ahora, no nació espontáneamente en el cerebro 
de un editor, sino de una necesidad hija de la guerra, común a toda 
una generación y que la impulsó a gozar sin aguardar, sin tra- 
bajar, jugando”. 
El mundo viejo comienza a agonizar. Los escritores —ter- 
mómetro de la evolución humana— se conmueven. La colectivi- 
dad solicita con sus problemas al individuo que tiene una con- 
ciencia creciente de su yo; maniatado por las reacciones sociales 
y frente a la situación inextricable, escoge por instinto las obras 
que le proporcionan la ilusión de vivir y de laborar con una in- 
tensidad directa en un mundo estable. Adopta las aventuras, los 
crímenes y castigos, el ocultismo. La novela policíaca le pro- 
porciona la satisfacción de ver triunfar en un plano ficticio, la 
energía, la justicia, la iniciativa personal, valores todos fracasa- 
dos en la realidad. 
Es la agonía del espíritu moderno. El valor dado al arte ba- 
sado en el asombro, declina rápidamente. Y es que contraria- 
mente a la creencia de Apollinaire, esa estética pronto engendró 
una retórica de la sorpresa, hecha: de fórmulas y recetas cuya 
repetida utilización aminoró cada vez más su efecto. Podríamos 
decir que la sorpresa ya no sorprendía. 
También muere la mística de lo nuevo. Es muy bonito el 
querer novedad, es legitimo deseo del escritor, pero si se busca 
la originalidad por el solo hecho de ser original, lo nuevo de hoy 
será lo antiguo de mañana. Hemos de darnos cuenta de que 
existen reglas y normas que no han cambiado nunca, que jamás 
cambiarán. Lo que hace que un drama de Eurípides sea bello es 
lo mismo que da su belleza a un poema de Cocteau, 
Es que existen dos clases de novedades, una que lo es sólo 
superficialmente y que pronto pierde sus cualidades, otra, ex-
	        
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