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NOSOTROS
mentos de expresión y los anhelos de belleza que necesitamos
para que la conciencia argentina pueda florecer en sazonadas obras
de arte nacional”, la mayoría de nuestros escritores sigue recu-
rriendo a Europa por cualquier motivo, con una inconsecuencia
absoluta y una incoherencia ciega.
Empapados de europeísmo, prevalece en su potencialidad
imaginativa la visión de cosas europeas y si, por ejemplo, ne-
cesitan como elementos descriptivos ur paisaje, un árbol, un
animal, la primera visión que de los mismos se les ocurre es la
de un paisaje, de un árbol, de un animal ajustadamente euro-
peos. No tomamos de la tierra en que vivimos todo lo bueno y
todo lo malo, porque no tenemos la convicción de que ese bueno
y ese malo se tornan elementos de inspiración y de creación efi-
ciente en el crisol del artista.
¿No es ridículo, por ejemplo, —ejemplo elegido de propó-
sito entre los más vulgares e insignificantes de nuestra literatu-
ra,— que una escritora de hoy cruce el océano para decirnos, en
una novela argentina recientemente publicada: “Los novelistas
viven escudriñando en la oquedad de las almas, con la persisten-
cia ávida con que los traperos de París escarban con sus gan-
chos en los desperdicios de la gran ciudad”? ¿No se prestan los
traperos de Buenos Aires tanto como los de París a la eficacia
del símil? ¿No existen, acaso, también en esta gran ciudad esos
escarbadores reales que, si no llevan ganchos, confían la persis-
tencia de su avidez a la punta de sus hábiles dedos? ¿O es que
se vive aquí con los ojos cerrados y sólo cuando recorremos otros
países lanzamos estudiosas miradas por doquiera, forjamos ideas
y atesoramos imágenes que nos encantan porque son concebidas
en ambientes y con elementos extraños al nuestro?
Nihil sub sole now: nada más cierto, pero cabe preguntar-
se si en nuestro caso no está precisamente en el sol la novedad
originaria. Todo es nuevo bajo el flamante sol americano. La
misma inversión de las estaciones puede sugerirnos la idea de
que aquí están invertidos, para la sensibilidad del nativo, los
valores de todas las cosas. ¡Un arado en movimiento en una
campiña de cualquier país europeo no se presenta a nuestra vi-
sualidad y a nuestros sentidos éticos con las mismas sugerencias
con que lo “sentimos” en el acto de labranza de un pedazo de
pampa !