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EL HOMBRE ODIOSO
Al cruzarse con aquel hombre todas las
mañanas cuando se dirijía 4 la casa de mo-
das, á la que estaba adscripta como primera
oficiala, Inés sufría, ella tan buena, una
como exasperación dolorosa. Era una an-
tipatía intensa, un odio mejor dicho, naci-
do en su corazón generoso, como una plan-
ta tóxica entre flores..
Joven, tenía 20 años, un tipo de modisti-
lla francesa, picaresco y gracioso con su
sombrerito diminuto, se transformaba en
señoril cuando en el taller, entre amigas y
risas, se encasquetaba esos sombreros gran-
des y exornados con grandes plumas. Era
su tez blanca, y esto, que viene bien á to-
do cuentista para dar realce á la belleza
de sus nersonajes femeninos. en el caso de
nés, sólo servía para trasparentar aquel
oro expontáneo é injusto. En efecto, al
encontrarse con aquel hombre joven, que
llamaremos Juan, su rostro se velaba de
una sombra terrosa, que se diría una gran
ojera de dolor.
El mozo aquél tenía, no obstante, una
apariencia de pobreza y negligencia en el
vestir, cierto aire distinguido y arrogante
en cuanto al porte, bien que sus ojos, gran-
des y plácidos, irradiaran algo de manse-
— ó humilde resignación. La había
mirado alcuna vez en aguellos encuentros
y tenía él la conciencia de aquella impre-
sión adversa en el espíritu de la mucha-
cha: nunca aventuró un piropo, ni siquiera
un giro de cabeza.
Ella, sin embargo, sufría en su concien-
cia de mujercita buena. Al fin, qué mal le
había hecho? Ninguno; pero el corazón no
se manda y repelía á aquel ser. Además,
aquella antipatía le sugería reflexiones acer-
ca de la vida de aquel desconocido.
Por de pronto era soltero, pensaba. Aquel
descuido en la indumentaria dejaba ver la
carencia de un alma femenina: un calave-
ra y egoista.
Aquel semblante un si es no es abatido
traducía noches de orgía, sin duda, y aquel
aire de militar vestido civilmente, no era
otra cosa que un alarde de don Juanismo
Arrabaleño...; y concluía aquí el corto cir-
cuito que recorría su razonamiento impul-
sado por la repugnancia ó alimentándola.
Cierto día, después de tres meses de co-
nocerlo y cuando se había familiarizado yá
con aquellos encuentros diarios, hasta el
punto de haber como anestesiado su alma
para la impresión cruel de su vista, su ma-
dre le recordó la deuda de una visita pen-
diente con una vieja relación.
Irían á lo de las «Pensamiento», cuatro
hermanas á quienes las llamaban así, por su
afición desmedida á las postales con autó-
grafos masculinos. Las pobres! Eran bue-
nas y honradas, después de todo, y hacía
mucho tiempo que no las visitaban.
Inés faltó al taller y fueron á pasar el
día con sus buenas amigas.
Llegaron. Las «Pensamiento» batieron
palmas, hablaron por ocho, rieron y mos-
traron sus álbums.
Lavida se arrastraba;tenían muchas costu-
ras y dos de ellas novio en puerta; además,
un buen inquilino... un inquilino que les deja-
ba, mientras concurría á su conchavo, una
nena de cuatro años para que la cuidaran.
Ahí estába, jugando en el cuarto de la cos-
tura. La presentaron.
Era bonita, con sus cabellos castaños
claros, rosadita, fresca y parlanchina.
Pero... Cosa rara! Aquella chica simpá-
tica, que se hacía querer con sólo mostrar
sus dientecillos y mirar con sus grandes
ojos, tenía un gran parecido al hombre
odioso...
Inés la contemplaba... sí; era una imagen
en pequeño de su antipático incógnito. Tan
parecidos eran, á pesar de ser una mujer-
cita y el desconocido un hombre. que se
diría que aquella era una oleografía de un
original al carbón,
Inés la tomó en brazos y la besó por que
aquella chica le fué expontáneamente sim-
pática. La chica se apegó á la joven y fue-
ron grandes amigas... . .
Después la hicieron confidente del ori-
gen y orfandad de la pequeña inquilina.
Era hija de un hombre joven, que habíase
casado por amor con una muchacha pobre,
atrayéndose el anatema de la familia, y es-
pecialmente del padre, que le destinaba una
“ica heredera...
Na señora falleció. desniás de una larga